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William S. Burroughs publicó Yonqui, en 1953, gracias a los buenos oficios de Allen Ginsberg, que se paseó con el manuscrito bajo el brazo por diversas editoriales hasta dar con Carl Solomon, un editor más valiente y más desesperado que otros, y que años después confesó que era tal el terror que le daba trabajar con semejante material que estuvo a punto de sufrir un colapso. Y así fue como apareció uno de los libros míticos de la literatura americana de nuestro siglo, pero también uno de los más prohibidos y subterráneos, en una editorial marginal, bajo el pseudónimo de William Lee. Burroughs aún no era el autor de El almuerzo desnudo, ni se había constituido en el gran visionario de nuestra época, que ha inspirado a escritores, a músicos, a pintores y a cineastas, pero en esta descarnada, deslumbrante crónica de una adicción los vagabundeos en busca de droga, la avidez por el chute, la peculiar sexualidad y las no menos extrañas relaciones nacidas en la comunión de la droga estaba ya el fundamento de toda su obra posterior. Para Burroughs, un audaz explorador del lado más salvaje de la vida y la literatura, todo debe ser experimentado hasta el límite, aunque él nunca pierde la distancia de la inteligencia. Para llegar al paraíso de la droga hay que hundirse en su infierno, puesto que ambos son lo mismo, y la degradación nunca está muy lejos de la revelación. Porque la droga, finalmente, no es un medio para aumentar el goce ni un estimulante: es una manera de vivir.